Irrelevante el tratar de definir la superioridad o inferioridad habida entre las dos adaptaciones de la novela de Stieg Larsson, la sueca o la hollywoodesca. Más sensato parece celebrar todo un acontecimiento cinematográfico inesperado, como el ser testigos de un exquisito ejercicio artístico: dos directores adaptando un mismo texto. Se perciben reales las palabras de David Fincher al justificar la realización del filme: «al leer el libro de Larsson» se siente la posibilidad de «poder realizar cinco películas diferentes». Su sentencia valida la máxima de Woody Allen, haciéndola tan cierta como vital el agua: «de un mismo texto veinte directores harán veinte películas distintas». E, inmensamente alejada está esta de su hermana europea. Su principal rasgo diferenciador es la marca, la firma, la estela mágica de su director en cada plano de ella.
Hollywood crea remakes por razones varias, pero todas dirigidas a controlar el negocio de la distribución, en ser ellos quienes dominan el contenido ofrecido a nivel global. Pero había en este proyecto una intención artística adicional: la primera se mencionó antes; pero también el deseo de desarrollar una franquicia para adultos. Calcado del modelo de negocio de crear sagas para niños, jóvenes y adultos con gustos de pequeños (Marvel, DC), se planeaba ahora una enfocada en los mayores de edad con exigencias más densas. De hecho, su realizador «no estaba interesado en hacer otro filme de asesinos seriales», sino en crear un trilogía de películas con profundos temas y temáticas. Según sus propias palabras, «había esperado toda su carrera por esta oportunidad» y «el compromiso del estudio lo hizo aceptar el proyecto».